El filósofo norteamericano Stanley Cavell afirma que si bien “el problema de la existencia del otro” ha estado presente en la filosofía durante varios siglos, en la historia del pensamiento moderno, reconocemos su descubrimiento en la tradición literaria anglosajona en algunas obras del siglo XVI y XVII como las obras de Shakespeare, incluidos sus sonetos, (Cavell, 2005) o en la obra del poeta John Milton. En ambos autores, aunque de temáticas distintas, aparecen estructuras discursivas como el lenguaje pasional, el abuso del tono moralista, el discurso de odio, y la oratoria política[1], bien para alabar y admirar al otro o para maldecirlo y negarlo y, en algunos casos, despojarlo de su condición humana ya sea para ascenderlo a figura divina o mágica o para reducirlo a bestia inhumana.
En el soneto XXXV de Shakespeare, por ejemplo, identificamos una subjetividad con conciencia de sí, que sufre, llora y se corrompe, que se recrimina, pero que también alcanza la redención a través de la existencia del otro y de los juicios inteligibles que éste elabora sobre la conducta moral en el marco de lo que parece ser una experiencia compartida dada por un universo de contenido semántico común.
Deja de llorar por lo que has hecho:
La rosa tiene espinas, cieno el agua,
Los eclipses empañan sol y luna
Y los brotes más tiernos motea el cancro.
Todos fallan, y yo más que ninguno:
Con símiles tu falta justifico
Y así por perdonarte me corrompo,
Disculpando en exceso tus pecados [...]
Es decir, en el universo del error, la equivocación, la falla, el delito o el daño interpersonal el otro es una subjetividad alterna que aparece frente a nosotros como portal fenomenológico que nos conduce igual a experiencias como la redención, el perdón, la liberación de culpa y la compasión que al castigo, la represión, la corrupción del yo y el sufrimiento. De ahí que problematizar la existencia del otro también sea problematizar nuestra propia existencia. Pero, entonces, cabe preguntarse qué define la ruta hacia un tipo de experiencias o a otras, de qué depende que nuestro destino sea el perdón y no el castigo, o es que un grupo de experiencias conlleva a las otras como mecanismo inevitable de expiación y regulación de las conductas entre los miembros de un grupo o, dicho de otra forma, cómo construimos esas experiencias, de qué están hechas, qué recursos epistemológicos utilizamos para identificarlas, hablar de ellas y conceptualizarlas.
Todas estas preguntas abren la posibilidad de analizar nuestra relación con el otro a la luz del poder que el otro tiene sobre nuestro destino, nuestra conducta y decisiones dentro de un grupo social y, sin duda, sobre nuestra vida. Es decir, bajo condiciones particulares en las que está de por medio la responsabilidad de haber generado un daño, el otro inevitablemente adquiere atribuciones sobre nuestra identidad moral, con acciones como el otorgamiento del perdón, el beneficio de la redención y la liberación de la culpa. Todas estas acciones que se traducen ya sea en continuidad de pertenencia o, bien, en reincorporación a un grupo social.
El problema de la existencia del otro, en este caso, puede verse a la luz del modelo de organización social que el filósofo inglés John Locke, contemporáneo a Milton, definió como la creación de la sociedad civil y el papel del Estado como autoridad responsable de la legalidad y la soberanía popular. La escisión que tuvo lugar entre la monarquía inglesa y la fuerza política católica, en el siglo XVI, representada por el Vaticano fue llevada a la literatura un siglo después por el poeta Milton en su poema épico Paraíso Perdido. La iglesia anglicana mantuvo varios preceptos tanto teológicos como eclesiásticos del catolicismo, sin embargo, para Milton, la jerarquía episcopal mantenida por la iglesia anglicana fue incentivo para que, años más tarde, Milton simpatizara con el calvinismo que lo llevaría a cuestionar cómo es que Dios permitía la presencia del sufrimiento y el dolor entre los seres humanos. Paraíso Perdido es una epopeya sobre la expulsión de Adán y Eva del paraíso. La experiencia de la caída para Milton son el hombre y la mujer desterrados y portadores del mal en forma de pecado y, por lo tanto, de emociones como la vergüenza, la culpa, el remordimiento, etc. Todas emociones morales que a la luz del catolicismo dan cuenta de la ruptura del pacto entre el hombre y su creador que da lugar y justifica el dolor y el sufrimiento.
No existe, ni el descanso, ni esperanza.
Que a todos se nos da, sino el tormento.[2]
Milton fue un poeta de mente científica y política que desafió toda idea jerárquica y de subordinación, ya fuera entre hombres o entre el hombre y su creador, dadas por cualquier dogma religioso, fueran la jerarquía episcopal o la Santísima Trinidad. Para Milton todos los hombres eran iguales, defendió la poligamia, el divorcio y rechazó la idea de que el alma trasciende el cuerpo después de la muerte. Sus escritos políticos y su obra poética dan cuenta de su lucha por el establecimiento de un statu quo basado en la tolerancia religiosa, un interés que compartió de manera muy particular con Locke.
Paraíso perdido es el viaje a un pasado en el que, a través de un lenguaje cargado de simbolismo mítico y poético, confluyen dos grandes tradiciones del pensamiento occidental: la filosófica griega y la religiosa judeocristiana. Es el encuentro entre los valores dados al hombre por la Grecia clásica, por un lado, y por la tradición judeocristiana, por el otro, que conjuntamente dieron forma al imaginario cultural de Occidente. En la tradición griega clásica habita el logos y el mito como constitutivos de la otredad, del encuentro con otros seres, sean estos terrenales o divinos. Hombres y dioses comparten virtudes, pero también vicios. El pensamiento judeocristiano, por su parte, se centra en dotar de sentido a todo lo que existe desde una moralidad cristiana que divide el mundo entre lo divino y lo humano.
El Paraíso Perdido de Milton hace una fuerte crítica a todo tipo de jerarquías, incluida la eclesiástica. Reflejo de un anti catolicismo encauzado por la rigidez del voluntarismo divino que regía la vida social. La figura de Satanás, en Milton, es la encarnación del otro que no es lo divino (griego), que no es Dios (cristiano), es decir, Satanás es lo humano representado a través de pasiones y emociones como la ambición, la venganza, el odio, la culpa. Es el irreverente que no respeta las normas ni los mandatos divinos y para quien la justicia celestial ha preparado un lugar especial lejos del Señor:
Tal lugar la Justicia preparó
Al Rebelde: Fijó aquí su prisión.
En extrema negrura y su porción.
Tan lejos de la luz y del Señor.[3]
Este encuentro entre el pensamiento griego y el judeocristiano en el poema de Milton se da en un contexto histórico de pugnas constantes entre iglesias y dogmas provenientes de varios países y culturas europeos. Milton con sus convicciones puritanas sólidas, hace del lenguaje poético simbólico y mítico un lenguaje que le permite codificar valores protestantes que mediante alegorías bíblicas exacerbadas combaten a las figuras míticas griegas, incluso a las más poderosas, de modo que la moral protestante se acaba imponiendo como modelo normativo de conductas y motivaciones humanas sobre el logos griego. Un conflicto presente en el siglo XVII que sería leitmotiv en la obra de varios escritores de la época que acabarían teniendo una fuerte influencia en la consolidación de un sistema normativo y de los fundamentos morales que dieron lugar a la identidad nacional de los Estados Unidos de América, un país del que México ha abrevado desde el siglo XIX para construir su sistema carcelario.
Por otro lado, los conflictos institucionales tanto religiosos como políticos de la época isabelina en Inglaterra, conocida también como el renacimiento inglés, marcaron la pauta para una nueva constitución cultural con tendencias liberales que tuvo una enorme influencia en algunas regiones del continente europeo y americano, como consecuencia de la llegada de contingentes de exploradores, piratas, esclavos, soldados y negociantes, al continente americano y del control de rutas marítimas que mantuvo la corona inglesa durante varios siglos, no sólo en América y Europa, sino en gran parte de Asia y África. En la Constitución de los Estados Unidos de América, incluso, aparecen referencias directas a los escritos políticos de Milton[4].
Es así que el problema de la existencia del otro puede abordarse desde fuentes históricas y literarias, algo que los estudios empíricos y explicativos sobre la mente, la conducta y la motivación moral del otro en relación con sus emociones tiende a desestimar por considerar a estas disciplinas sistemas explicativos de la realidad poco o nada objetivos. Sin embargo, consideramos que estas disciplinas humanísticas aportan al problema en cuestión vías de acceso para, en el contexto de las explicaciones objetivas, dar cuenta de la experiencia afectiva sobre el daño, la maldad, la bondad, la justicia o el castigo.
Tanto Milton como Locke son autores que transitaron, en un tiempo religiosa y políticamente convulsionado, a una epistemología ilustracionista que vio la razón como atributo inherente a la naturaleza humana, dada por Dios a todas las personas en tanto seres de su creación, y sobre la que debía erigirse cualquier sistema normativo con intenciones de organizar a la sociedad civil. A diferencia de otros autores de la Ilustración europea continental, Milton y Locke mantienen una postura moderada que permite la convivencia entre la razón y una teología liberal. Es importante considerar que se trata de un siglo en que Inglaterra, Escocia e Irlanda mantenían un costoso conflicto mediado por distintas iglesias y sus dogmas. El principal objetivo de Locke, en ese contexto, era que la fuerza del Estado estuviera por encima de la religiosa con el fin de acabar con los casi doscientos años de conflictos y enfrentamientos entre católicos cristianos, anglicanos, puritanos, protestantes calvinistas, luteranos, cristianos ortodoxos, etc. Para ello, había que acabar con la idea de que existía una ley positiva de Dios que otorgaba a algunos hombres el poder de gobernar. En cambio, en el Segundo tratado sobre el gobierno civil (1690), Locke afirma que “todo gobierno en este mundo es solamente el producto de la fuerza y de la violencia, y que los hombres viven en comunidad guiados por las mismas reglas que imperan entre las bestias -según las cuales es el más fuerte el que se alza con el poder-, sentando, así, los cimientos del desorden perpetuo, de la malicia, del tumulto, de la sedición y de la rebelión” (Locke, 2005)
Los conflictos entre iglesias europeas representaban una amenaza para la monarquía y el parlamento británicos, en tanto que los debilitaba, económica y socialmente. La filosofía de Locke no solo constituiría una reforma epistemológica que daría origen a la tradición empirista, una contribución fundamental para la ciencia y las estructuras formales de conocimiento de nuestro tiempo, sino que estableció los que debían ser los intereses prioritarios para la sociedad británica sobre los que el Estado debía legislar racionalmente: la libertad, la vida, la salud y las posesiones—siendo la vida propia, la más importante—. De ahí que Locke sea considerado un precursor del liberalismo clásico. Bajo esta noción de Estado, Locke confiere la responsabilidad de salvaguardar la vida y las posesiones de los ciudadanos a los hombres mismos y no a Dios.
Nociones como la de “poder político” empiezan a tener un estrecho vínculo con la noción de justicia entendida como principio de bienestar público que debía verse reflejado tanto en una dimensión legislativa como en una discursiva. Al respecto decía Locke: “El poder político es el derecho de dictar leyes bajo pena de muerte y, en consecuencia, de dictar también otras bajo penas menos graves, a fin de regular y preservar la propiedad y emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado frente a injurias extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr el bien público” (Locke, 2005, p. 11). Es decir, para Locke el poder político se deriva de las leyes naturales que rigen a todos los hombres, no de los gobiernos.
La responsabilidad de mandato sobre las acciones humanas que antes era atribuida a la voluntad directa de Dios, Locke se la transfiere a la Naturaleza, creada por Dios. Las formas de convivencia, interacción social y organización de la sociedad civil no responderían más a un plan divino, sino a la razón humana, en tanto cualidad natural de la especie: “El estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo gobierna y que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla que siendo todos los hombres iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o posesiones”. (Locke, 2005, p. 12) Locke propone un contrato social que mantenga el equilibrio entre dos derechos naturales, por un lado, al disfrute y administrar la libertad individual y, por el otro, a castigar a los transgresores que atenten contra la libertad y las posesiones, incluida la vida. Los seres humanos son iguales en tanto miembros de una misma especie, su naturaleza común los ubica en una posición igualitaria para hacer el bien y ser receptores de actos de bondad, así como para hacer el mal y asignar castigos razonables.
Para Locke dos factores deben considerarse para establecer el equilibrio entre ambos derechos naturales cuando tiene lugar una ofensa o transgresión contra un miembro de la sociedad: la proporcionalidad de la pena y la reparación del daño. Asegura que el castigo tiene la doble función de, por un lado, hacer reflexionar al culpable sobre su falta y, por el otro, disuadir al transgresor y a la población en general de cometer ofensa alguna contra nadie. El poder disuasorio del castigo es, hasta el día de hoy, considerado un factor clave en el discurso político para justificar la aplicación de castigos en los sistemas de justicia.
La proporcionalidad de la pena propuesta por Locke debe entenderse a la luz de un modelo de justicia de la época regido por el “Código sanguinario” (Bloody Code) que definió el sistema penal entre los siglos XVII y XIX en Inglaterra. La pena de muerte era aplicada sobre aproximadamente 50 delitos que iban del robo callejero a la traición a la monarquía. Castigos como encerrar en calabozos a los culpables hasta que murieran de hambre, quemarlos en hogueras en la plaza pública—principalmente a mujeres—, colgarlos en un árbol a la intemperie para que murieran deshidratados eran los castigos más comunes. Exhibir los cuerpos era una práctica fundamental para lo que se promovía como estrategia para disuadir de la acción delictiva.
Cabe señalar que la literatura ha tenido un papel relevante en los estudios históricos de la criminalidad pues ha registrado de distintas formas las condiciones en que han sido aplicados los castigos, primero, bajo el poder político de distintas iglesias y, después, de un sistema monárquico absolutista. En este contexto, el modelo de proporcionalidad propuesto por Locke es relevante en tanto que ofrece una perspectiva mucho más humana de la pena en dos sentidos. Por un lado, en el Segundo tratado… las leyes naturales que hacían iguales y libres de las imposiciones eclesiásticas a todos los seres humanos pueden interpretarse como el primer reconocimiento del individuo como ciudadano portador de derechos sólo por ser persona. Un paso importante para conceptualizar al ser humano como sujeto responsable de sus acciones, incluidas las criminales. Por el otro, en el Ensayo sobre el entendimiento humano describe al ser humano como sujeto cognoscente en un mundo que es cognoscible a través de la experiencia, los sentidos y facultades como la consciencia del dolor, la felicidad, el placer, etc.
El placer o la inquietud se unen, el uno a la otra, a casi todas nuestras ideas, tanto de sensación como de reflexión; y apenas existe nada que afecte desde el exterior a nuestros sentidos, o ningún escondido pensamiento interior de nuestra mente, que no sea capaz de provocar en nosotros placer o dolor. Quiero que se entienda que el placer y el dolor significan todo aquello que nos deleita o nos molesta, bien proceda de los pensamientos en la mente, bien de cualquier cosa que actúa sobre nuestros cuerpos. Porque ya sea que, por una parte, hablemos de satisfacción, deleite, placer, felicidad, etc., y por otra de inquietud, pena, dolor, tormento, angustia, miseria, etc., no son, sin embargo, sino grados diferentes de una misma cosa, y pertenecen a las ideas de placer y dolor, deleite o inquietud; éstos serán los nombres que emplearé con mayor frecuencia para esas dos clases de ideas.[5]
Con ello, Locke abre una vía epistemológica a la conceptualización del yo consciente con identidad subjetiva, con capacidad de razonar, juzgar y discernir: un personae con responsabilidad moral. El escepticismo con que Locke se relacionó con el conocimiento del mundo fue extendible al conocimiento y entendimiento del ser humano. La experiencia y, particularmente, la perceptiva, la sensorial y la reflexiva serían sus principales vías de acceso a la realidad.
Las dos acciones más importantes y principales de la mente de las que más frecuentemente se habla, y que, en efecto, son tan frecuentes que quien lo desee puede advertirlas en sí mismo, son estas dos: la percepción o potencia de pensar, y la voluntad o potencia de volición, La potencia de pensar se denomina entendimiento, y la de volición se denomina voluntad; y a estas dos potencias o habilidades de la mente se la llama facultades. Posteriormente podré hablar de algunos de los modos de esas ideas simples que provienen de la reflexión; tales como el recordar, el discernir, el razonar, el juzgar, el conocer, el creer, etc.[6]
Según Locke el ser humano es libre, sin embargo, afirma que no existe un estado de libertad absoluto en el ejercicio de la voluntad pues siempre estará presente la necesidad. Es decir, la necesidad de estar bien y evitar los malestares, los dolores, que nos hacen movernos, discernir y actuar razonablemente en búsqueda del bienestar y las experiencias placenteras.
[1] Cavell, S., Philosophy The Day After Tomorrow. Belknap Press. Massachusetts, 2005.
[2] John Milton, El Paraíso perdido, trad. M. Álvarez Toledo, Universidad de Cádiz, España, 1988, p. 16.
[3] Ibid.
[4] Areopagitica
[5] Locke, J., Ensayo sobre el entendimiento humano. Cap. VII De las ideas simples que provienen de la sensación y de la reflexión.
[6] Ibid.