Acercarse al delito y el crimen desde las Humanidades puede llevarnos a transitar por terrenos fangosos, en donde cada paso es vivido como dilema, fascinante, pero dilema al fin y al cabo. El rumbo a seguir siempre es una decisión intuitiva, pues la consciencia delictiva no tiene rutas ni mapas establecidos. Este tipo de consciencia, la criminal, tiene más forma de proceso creativo que de manual de operaciones industriales. Si bien, la realidad física fija los límites para la comisión de un crimen, delito o daño, el ejercicio imaginativo delictivo es capaz de intervenir la realidad social y, en consecuencia, modificar la realidad física que da lugar a un delito. Este es, quizá, el principal obstáculo, y reto, que enfrentan disciplinas como el derecho penal o la psicología criminal. Por realidad física nos referimos al horizonte de posibilidades del cuerpo humano en su dimensión individual pero también colectiva, a lo que es capaz de lograr pero también de resistir o transformar.
El cuerpo humano encarna una realidad física que cobra sentido a partir de las muchas categorías con que nombramos nuestras posibilidades de “ser y estar” en el mundo. Categorías que a su vez son utilizadas para atribuir valores a otros cuerpos. Es por ello que consideramos que las relaciones entre quien comete un delito y quien lo padece constituyen un vínculo en tres dimensiones: interpersonal, intercorporal e intersubjetivo. Entender y estudiar este vínculo en estas tres dimensiones es fundamental para comprender el delito en nuestro tiempo. No entenderlo conlleva a creer que la Historia del crimen se reduce a un enfrentamiento, permanente, entre personas buenas y malas. Entre el pueblo bueno y el pueblo malo. Y es que la consciencia delictiva parece haber entendido la importancia de este vínculo y, por ello, actúa de formas crueles y despiadadas, desaparece personas, cuerpos, evidencias, deshumaniza cualquier forma de Otredad. No sólo para actuar con mayor impunidad sino para no dar lugar a otro tipo de consciencia que no sea la criminal.
El derecho penal reconoce esta relación bajo el binomio agresor/víctima a partir de la premisa de que el primero ejerce un poder mayor sobre la segunda para generar algún tipo de daño. Ante este escenario, el derecho penal ha optado por el castigo penitenciario como contrapeso para compensar ese desequilibrio de poderes que se materializa en forma de daño. Sin embargo, esta forma de operar ante el delito y el crimen presenta dos problemas. Por un lado, invisibiliza la responsabilidad de las personas que conforman el aparato institucional del Estado con todas sus fallas y, por el otro, no contribuye en nada a transformar o intervenir la realidad física y social en que se gesta la experiencia delictiva.
Por su parte, la consciencia delictiva o criminal se mantiene creativa, ya sea que construya nuevos delitos o, bien, otras formas de perpetuar el daño y los delitos que ya conocemos. Un verdadero trabajo de inteligencia estatal tendría que apuntar también a estudiar estos procesos, a estudiar los factores de vulnerabilidad y riesgo que presenta una realidad física y social que cambia y se transforma permanentemente. Debería trascender el perfil del delincuente precarizado económica y educativamente como blanco de ataque. El Estado y sus fuerzas armadas deben dejar de asesinar personas como quien mata cucarachas en un basurero e ignora que el problema de la infesta está en el manejo y administración de los desechos que son caldo de cultivo para la plaga. Es urgente movernos más allá de los estereotipos que ha construido la psicología criminal porque detrás de un cartel criminal o de una red cibercriminal puede estar prácticamente cualquier persona, cualquiera.
Acercarse a la consciencia delictiva nos exige construir otras rutas de trabajo en materia de seguridad y pacificación del país, no sólo penales. Es urgente hacerse otro tipo de preguntas. Pensamos en las Humanidades como vía de acceso para estudiar y entender a la consciencia criminal de nuestra época. Necesitamos abrir paso a una fenomenología del delito, del daño, de la corrupción y del conflicto que nos permita identificar y entender el punto de no retorno moral de esta forma de consciencia, pero también los dilemas que ésta enfrenta; entender la experiencia afectiva frente al cuerpo asesinado, frente al castigo, frente a la muerte violenta inminente, frente a la vida breve, frente al abuso sexual o físico sobre el otro; conocer la experiencia subjetiva de quien reduce su cuerpo a ser un arma letal o un escudo, de quien renuncia al goce de tener una vida pacífica y plena. No entender esta realidad física y social, o sus consecuencias existenciales, no trascender el punitivismo y no mirar lo que nos hace auténticamente humanos en la experiencia íntima interpesonal e intersubjetiva significa renunciar a toda forma de amor, incluida aquella que nos arraiga a la vida misma y concede instantes de insoportable felicidad tanto individual como colectiva. Y, si lo pensamos detenidamente, ese tipo de felicidad no es poca cosa.