La llegada del siglo XX estuvo marcada por la postulación física del efecto fotoeléctrico, por Albert Einstein, que definió un nuevo paradigma científico a partir de la relación entre materia y energía. Este paradigma dio lugar a descubrimientos científicos y desarrollos tecnológicos que, de tan presentes en nuestra vida cotidiana, les hemos atribuido un estatus perenne. Sin embargo, no debemos ignorar que todo paradigma, por intuitivo que pueda parecernos, es resultado de andamiajes epistémicos y ejercicios heurísticos alimentados por mentes no solamente creativas sino desafiantes. Así, la ciencia también se enfrenta al desafío de quien es capaz de interiorizar el mundo de lo humano, teorizar los hechos sociales para entender y caracterizar los dobleces sensibles de la condición humana.
La ciencia, como aparato de racionalización, es cómplice en la construcción, deconstrucción comprensión y aprehensión del mundo; delimita y facilita el acceso a fenómenos sociales y naturales que, sin ella, serían no sólo difíciles de entender sino, en ciertos casos, abrumadores por su complejidad. Fenómenos heterogéneos que han estado presentes en la historia de la humanidad y que no siempre han sido interpretados o señalados de la misma forma. La ciencia es un mecanismo sistemático de interpretación y análisis que dota de forma y contenido a nuestra vida cotidiana y, en este sentido, es que el Estado está obligado a operar sistemática y críticamente, en beneficio de todos los miembros de la sociedad, incluidos aquellos que viven privados de su libertad.
Durante los años 20 y 30 del siglo XX, en México, se pensaba que la conducta criminal se heredaba de padres alcohólicos y sifilíticos. Incluso se llegó a instaurar una ley de prevención que facultaba al Estado a encerrar a niños, niñas y adolescentes que, bajo el argumento de ser criminales en potencia por ser hijos de padres alcohólicos o sifilíticos, eran privados de su libertad y sometidos a pruebas psicológicas mediante las que se emitían diagnósticos de retraso mental o algún otro tipo de “degeneración” mental (Azaola, 1990). Se trataba de una criminología que teorizaba el delito a partir de nociones como “enfermedad, síntoma, herencia, degeneración, desviación, curación, epidemia, tratamiento”. Un siglo después aún prevalecen algunas de estas nociones en nuestro lenguaje y nuestra concepción del delito, es decir, la acción criminal aún se concibe como consecuencia de una conducta “antisocial” que puede ser “curada”.
A lo largo de la historia, el Estado ha venido aplicando diferentes mecanismos de corrección e intervención a las conductas criminales o delictivas, entre los que figuran el descuartizamiento, la lapidación, la mutilación, los trabajos forzados, la expatriación, entre otras. Es de llamar la atención que no fuera sino hasta el siglo XIX que los cuáqueros de Filadelfia instituirían un sistema de aislamiento por celdas separadas, que se convertiría en el sistema carcelario como lo conocemos actualmente en México. Es decir, esta iniciativa hacía de la cárcel un sistema punitivo que pretendía humanizar y, en cierta medida, dignificar el castigo y, en consecuencia, a la persona culpable o inocente.
El crimen es inherente a la condición humana. Los humanos están siempre en riesgo no sólo por el mero hecho de estar vivos sino por estarlo entre otros humanos. Tener el poder sobre la muerte es, en efecto, tener el poder sobre la vida. El ser humano es la única especie que no sólo mata sino que profana el cuerpo de su víctima porque en ella enfrenta la amenaza de muerte sobre sí mismo (Sheets-Johnstone, 2002). Y es por ello que el Estado ha de fungir como instrumento de contención que regula y norma entre conductas sociales y antisociales mediante estrategias y técnicas que contribuyan al equilibrio del orden social. Así, la cárcel se ha ratificado históricamente como mecanismo de contrapeso para las violencias sociales, sin embargo, en la actualidad podría considerarse más un simulador de control sobre las perversiones humanas y el miedo desbordado a la muerte.
La readaptación como sistema de integración sociocomunitaria
Con la llegada del sistema sexenal y de partidos a México, la década de los 30 del siglo XX marcó el inicio de un programa correccional que prácticamente se mantendría intacto hasta la década de los 70. Si bien cada presidente, desde el sexenio de Lázaro Cárdenas, hizo ligeras modificaciones al sistema correccional en lo que se refiere al campo jurídico se mantuvo igual. A diferencia del enfoque universalista del código penal de 1871 para el que el hombre es igual ante la ley y dispone de la capacidad para elegir entre el bien y el mal —por lo que el hecho delictivo debería tratarse con autonomía de todo lo demás: sexo, raza, condición social, etc.— el sistema correccional de los años 30 transitó en la teoría a un sistema penitenciario y de justicia que distinguía entre causas individuales de los delincuentes, por lo que a una falta igual no siempre correspondería la misma pena. No obstante, en la práctica esto nunca fue así.
Esta nueva visión sobre el delito y el delincuente demandaba que la administración de los mismos estuviera en manos de un cuerpo de especialistas con “saberes” o disciplinas científicas capaces de dar cuenta de los actos de los delincuentes y desarrollar un sistema de “readaptación” a la sociedad adecuado para cada uno de ellos. Así, la individualización de las penas descansaría en un aparato técnico basado en la noción de, primero, rehabilitación, y, posteriormente, readaptación social con el que se buscaría transformar la conducta y los llamados impulsos criminales de los delincuentes (Azaola, 1990). En este contexto surgió la Colonia Penal Federal Islas Marías (1905), bajo una noción de rehabilitación social que incluiría a las familias y, tanto para el interno y la interna como para toda su familia, el acceso a la educación, a los deportes, a la cultura pero, sobre todo, a una condición de encierro en la que privación de libertad no sería sinónimo de degradación del individuo sino de “ciudadanización”. Una prisión en la que los internos aprendieran modos de socialización no violentos, estrategias de integración comunitaria y actividades de subsistencia básica y avanzada que les abrirían oportunidades de continuar productivamente su vida, dentro del marco de la ley, al dejar el encierro. Sin embargo, dicho modelo no prosperó en ninguna otra prisión y en cambio el aparato carcelario mexicano se convirtió en menos de un siglo en un sistema de drenaje en el que se desecha lo que contamina, lo que apesta, lo que como sociedad desechamos bajo la ilusión de saneamiento social.
Los saldos de la muerte social
Con la intervención y el fortalecimiento de organismos nacionales e internacionales especializados en Derechos Humanos, en los últimos 20 años, se ha visto un cambio relevante en el ejercicio y la interpretación de las penas y sanciones a las conductas criminales. Uno de los puntos más importantes en la agenda de debate sobre este tema está relacionado con el análisis en torno al papel que juegan los centros de reclusión, cárceles o correccionales en el proceso de reinserción, readaptación y resocialización de los internos y las internas una vez que han cumplido su condena.
Si bien el sistema penitenciario en México se ha venido construyendo sobre fundamentos primordialmente jurídicos, derivados de las leyes generadas por las administraciones en turno, es urgente replantear y reabrir el debate sobre el papel que deben tener las prisiones dentro de una sociedad que en las últimas dos décadas ha sido testigo de un incremento importante en el índice de violencia y criminalidad en un escenario social marcado por el narcotráfico y las espirales de violencia que éste genera. Es por ello que, más allá de las leyes vigentes, las cárceles merecen atención y entendimiento especiales como espacios que realmente contribuyan e intervengan positivamente en los procesos de reinserción, readaptación y resocialización de las personas que han sido privadas de su libertad.
En un México tan fragmentado y lastimado por la violencia y el delito, la población carcelaria debe atenderse como un asunto prioritario de seguridad pública. El populismo social de la demagogia política ha hecho de las prisiones reductos infrahumanos en los que la falta de privacidad, de derechos humanos elementales y el hacinamiento, hacen de la vida cotidiana carcerlaria caldo de cultivo para la neurosis, ansiedad y depresión que sólo puede derivar en un incremento de violencia y delitos.
Como parte de mi trabajo con jóvenes en conflicto con la ley penal fue posible integrar sesiones de discusión sobre temáticas como el libre albedrío, el castigo, el amor, la pobreza, la justicia y la injusticia, el abandono, la discriminación, la impunidad.
Manuel, joven de origen indígena que tras haber llegado a la capital 3 años atrás para buscar una mejor vida y poder enviar dinero a sus padres jornaleros, se cuestionó un día de manera enfática, “yo sólo quiero saber por qué no puedo dejar de ser pobre si en este país hay tanta banda que se hace rica de la noche a la mañana”. En otra ocasión, mientras discutíamos las implicaciones del libre albedrío, Javier, quien cumplía sentencia por haber matado a un joven de su colonia en una riña callejera, bajo efecto de drogas, me preguntaba “cómo le hago para volver a ser la misma persona que era antes de haber matado a ese güey”.
La experiencia del encierro, acompañada del abandono o “muerte social” como el principal castigo impuesto a una persona que comete una acción criminal, debe entenderse desde su estructura social interna y lógica humana. Esto es, la lógica y los tiempos de la ley no son nunca los de la experiencia y la vida carcelaria.
Las cárceles incorporan distintos tipos de poblaciones: 1) hombres adultos, 2) mujeres adultas, 3) jóvenes: hombres y mujeres y 4) niños y niñas (descendencia de internas que nacen en prisión y permanecen ahí hasta los 3 años de edad). Sin embargo, las características y modalidades delictivas, así como las estrategias de “tratamiento”, deben atenderse de manera diversificada por condición de género y edad. Por ejemplo, en la población de menores infractores difícilmente encontramos delitos de tipo sexual, en las mujeres se registra un número importante de delitos relacionados con drogas y secuestro, en hombres mayores de edad está presente, prácticamente, todo el catálogo de delitos.
Un tema impostergable que ha recibido poca atención es el de la niñez que vive su primera infancia en reclusión junto a sus madres. Aunque se sabe que los primeros años en la vida de cualquier persona son cruciales en la formación de su carácter y personalidad, en México subsisten importantes vacíos en la aplicación de programas que garanticen que los niños y las niñas que viven en prisiones cuenten con un entorno promisorio para su formación y desarrollo humano (condición que el sistema de las Islas Marías incorporó desde sus inicios y que canceló hace un par de años). El ethos punitivo sobre el que se cimenta el sistema carcelario es extensivo a la población infantil que convive cotidianamente con las madres presas, es decir, niños y niñas heredan, prácticamente, las sentencias de sus madres. Los menores viven en hacinamiento, son víctimas del daño psicológico y emocional que provoca el encierro y la privación de la libertad en sus madres, en consecuencia, viven bajo la amenaza permanente de ser víctimas de maltrato físico y emocional, lo que con frecuencia se refleja en la falta de cuidados (higiene, bienestar afectivo, salud, etc.)
Por otro lado, no existen programas efectivos de concientización en la población carcelaria, tanto en hombres y mujeres, sobre el papel de la paternidad y la maternidad que aunado al desconocimiento y falta de acceso a métodos anticonceptivos, hacen que personas que están cumpliendo sentencias muy prolongadas sigan procreando sin considerar las implicaciones negativas que esto tendrá en su hijos e hijas. Las mujeres en prisión viven bajo un régimen de estrés muy elevado lo que deriva en un clima de agresiones implícito y explícito con el que los menores deben lidiar con sus limitados recursos, propios de su edad y condición de infancia.
En una sesión de trabajo con los niños y niñas, Luis, un niño de 3 años, se molestó con uno de sus compañeros por algo que a mí me pareció un asunto menor, en dos segundos, lo tenía contra la pared advirtiéndole, “si te vuelves a meter conmigo, te meto un tiro en la cabeza”. Una muestra de que la prisión enseña a estos menores a obtener ventajas inmediatas y tomar decisiones, conductas normales en cualquier menor, bajo la lógica del crimen y la violencia.
El tránsito social al encierro
En México existe un importante sector de la población de niños y jóvenes que crece en estado de vulnerabilidad debido a la desigualdad social en la que transita de manera cotidiana hacia la vida adulta. En los últimos 10 años, el número de adolescentes en conflicto con la ley penal se ha duplicado. Esta situación obliga ¡no sólo a legisladores! sino a todas las instituciones gubernamentales, académicas y OSC vinculadas con adolescentes y jóvenes, a revisar, discutir y replantear la aplicación de leyes, sanciones, así como medidas de readaptación, en esta población particular desde una perspectiva que se base en un principio de diferenciación no universalista del crimen que, además de considerar el contexto social, las inquietudes, experiencias, expectativas sociales y económicas de los adolescentes y jóvenes, aborde y reconozca las habilidades y capacidades cognitivas y creativas propias de esta etapa de desarrollo.
Algunos de los factores más comunes que identificamos en la comisión de delitos graves en los adolescentes son la desigualdad social, la falta de oportunidades laborales que les garanticen un estado de bienestar social, el fracaso de un sistema educativo nacional que no responde a la realidad violenta, familiar y social, en que éstos viven cotidianamente. Otros factores que promueven la participación de adolescentes y jóvenes en acciones delictivas son 1) la influencia del entorno social en el que aprenden y definen el sentido de la masculinidad y la feminidad, 2) las limitaciones socioeconómicas, psicológicas y afectivas que los privan de contar con un plan y proyecto de vida 3) la carencia de espacios en sus comunidades para poner en marcha sus intereses de prosocialización y 4) el abandono en etapa temprana de sus padres o cuidadores. Esta condición de vida, a veces de manera inconsciente y otras, aunque en menor medida, con conciencia, los obliga a renunciar a la posibilidad de tener una participación en la sociedad como actores protagónicos de su desarrollo.
En lo que se refiere a la condición de género destaca que mientras los hombres tienden al reconocimiento público de su crimen o delito como una estrategia de empoderamiento dentro de la prisión, las mujeres son más reservadas. Otra es que mientras los hombres fortalecen su capacidad de agencia como individuos que actúan de manera independiente y con decisión propia, a partir de las dinámicas internas tanto institucionales como de las creadas por los mismos internos, la tendencia en las cárceles de mujeres ha sido enseñarlas a ser más sumisas, obedientes y dependientes, en lugar de fortalecer su papel de agentes autónomos y sociales. Esto último es resultado de la manera en que se entiende y experimenta la condición de género en las prisiones, como extensión de organización y dinámicas sociales que cuartan la capacidad de agencia de algunos sectores de la población.
En este contexto, el cierre de las Islas Marías puso de manifiesto una política de Estado que contempla hacer de las prisiones aparatos mucho más violentos en su dimensión punitiva, menos humanitarios, a pesar del ojo escudriñador que los organismos internacionales en derechos humanos mantienen sobre las dinámicas cotidianas de la vida carcelaria. Esto se hace evidente en la medida en que no existe una política pública concreta que responda por los compromisos gubernamentales de reinserción social que contempla nuestra Constitución, ya sea por ignorancia o por desinterés. Si bien, la utopía del bienestar social es el Estado sin prisiones, la realidad nacional actual le da al sistema carcelario carácter de imprescindible, ante nuestra mirada temerosa. El sistema penitenciario fracasado es, sin duda, el elefante en la habitación de la prevención de la violencia y el delito y de la seguridad pública. La prisión, en México, no es contrapeso de la violencia social sino gestora de nuevas y más sofisticadas formas de delitos y crímenes. Mientras más violentos somos más miedo tendremos a morir y, por lo tanto, seremos más susceptibles a la destrucción mediante el crimen. El dolor, si bien es contrapeso de nuestras disrupciones criminales sociales, no ha logrado delimitar los bordes de nuestra irracionalidad humana. El dolor colectivo crece a la par de las violencias, de manera que cuando pensamos que hemos llegado a nuestro límite de desintegración y derrota social, las formas de violencia cambian, se deconstruyen, oscilan entre lo profano (lo que me corresponde) y lo sagrado (lo que no es para mí), desde donde parece imposible restablecer el orden social. Nos aferramos a ver el mundo desde una óptica maniqueísta en la que sólo se puede ser bueno o malo, una visión que desdibuja la humanidad de los internos y los convierte en bestias sin nombre. Es urgente, entonces, recobrar la ciencia del Estado para que, al igual que el efecto fotoeléctrico redefinió nuestra visión de la materia y la energía en el siglo XX, como sociedad reconfiguremos nuestra percepción de la acción criminal, los fines del sistema carcelario, nuestra responsabilidad y conciencia social pero, sobre todo, nuestra mirada humana y empática hacia aquellos que tomaron decisiones que, desde nuestra posición en el mundo, consideramos que jamás habríamos tomado. Es en las prisiones en donde se materializa en su nivel más profundo aquella máxima hölderlina que dota de esperanza hasta los recovecos más oscuros de la perversión y la miseria humanas pues es ahí en donde crece el peligro que crece lo que salva.
G sale de su dormitorio y camina hacia mí apenas asomando los ojos envuelto en una manta sucia y deshilada. Me saluda con un agresivo apretón de mano. Le señalo una banca al final de patio, lejos de los guardias, y caminamos en silencio en busca de un lugar cómodo para sentarnos a hablar. Está tenso, con la mirada ausente y la atención distante. G apenas llega a los 20 años y ya ha asesinado a varias personas. Ha habido cambios en el reclusorio y le pregunto si quiere seguir tomando clases conmigo, sigue sin verme a los ojos y me responde entre dientes: “¿para qué?”
Me percato de que se ha hecho una nueva charrasca (tres cortes profundos en la piel), llevo la cuenta desde hace un año que lo conozco y ésta es la décima. Cuando se hizo las últimas dos gozaba de atormentarme enseñándome las heridas abiertas, él sabe que no soporto ver sus heridas pero ahora cuida que yo no las vea. Me dice, “no quiero que te sientas mal”, y las cubre con la manta.
C: ¿Por qué te haces esto?
G: Para recordarme todos los días lo que soy
C: Yo veo a un hombre con mucho dolor
G: A mí ya no me duelen los cortes
C: No me refiero a tu piel, hablo de ti
C: ¿A qué te acostumbraste?
G: A la soledad, al abandono, al ruido de las rejas que se abren y se cierran, a las culeradas de los guardias, a la mierda…
Guarda silencio unos segundos y me mira a los ojos, con aparente serenidad, para decirme: “Claudia, la clave del éxito en la pobreza es la resistencia”. [*]
-Azaola, E., (1990), “La institución correccional en México. Una mirada extraviada”. Siglo XXI, México.
-Sheets-Johnstone, M. (2008) The Roots of Morality. Pennsylvania : The Pennsylvania state university press. Cap. 1, “Size, Power, and Death: The Constituents in the Making of Human Emotion”. Pp. 35-62
[*] Conversación durante sesiones de acompañamiento educativo en Comunidad de adolescentes en conflicto con la ley penal en la Ciudad de México (2018).