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  • claudiaalarcon13

Jóvenes en reclusión y el principio de diferenciación subjetiva

Un hombre a quien no conocía

aparece en los diarios de todo el país.

Está tirado en la calle.

Tiene el cuerpo perforado:

Ahora todos lo conocemos.


Carmen Berenguer




He pensado y estudiado el punitivismo y el estigma, a veces de manera directa y otras de forma subyacente, desde dos prácticas puntuales: la académica y el activismo social, aunque a esta última me gusta más llamarla “comunitarismo” -en contextos complejos, a veces, es necesario nombrar o renombrar desde la experiencia personal-. En el marco académico, me interesa entender la experiencia homicida y la experiencia carcelaria a partir del afecto y la emocionalidad mediante los cuales hacemos conceptualizaciones del mundo sobre y desde nuestra trayectoria de vida. Conceptualizaciones que se construyen de manera situada dentro de una realidad social que favorece que un número importante de jóvenes se relacione con acciones delictivas graves y crezca en contextos en donde sus relaciones y sus interacciones se nutren de prácticas, dinámicas y hábitos de forma y contenido estructural y simbólicamente violentos.


En lo que se refiere a la experiencia homicida me interesa, puntualmente, lo que hay detrás (fenomenológicamente) y antes (biográficamente) de un homicidio cometido por un joven antes de los 20 años de edad. Es decir, un homicidio no es sólo un homicidio. Sobre la experiencia carcelaria, me he concentrado en observar y conocer la vida carcelaria, incluida su estructura punitiva, excluyente, y segregatoria pero que, al mismo tiempo, divulga la promesa de una “transformación” del sujeto y de segundas oportunidades bajo la etiqueta de Reinserción social. Para esto he desarrollado distintas estrategias de aproximación e interacción con jóvenes en espacios de reclusión. Durante los últimos 6 años, he visitado semana a semana (con excepción de algunos meses durante la pandemia) centros en donde viven recluidos jóvenes que enfrentan y deben rendir cuentas ante al aparato de justicia del Estado. Es en el marco de estos procesos que me he centrado en estudiar, entender y construir un modelo de trabajo que sitúa al joven también como víctima a priori del sistema al que debe enfrentar.


En mi trabajo como comunitarista, mi objetivo paraguas es el desarrollo, construcción e instrumentación de procesos de justicia restaurativa en los que hago partícipes a los jóvenes bajo un principio de racionalidad práctica con base en la experiencia vivida bajo tres esquemas: la justicia restaurativa proactiva, reactiva y creativa –un proyecto encaminado a hacer de la justicia restaurativa un movimiento social—. Cabe destacar que la justicia restaurativa en México no ha logrado superar el principio retributivo y de proporcionalidad de la pena, de ahí que muchas veces se vea como insuficiente, es decir, mantiene el principio economicista de la justicia penal.


Como premisa rectora para este trabajo que realizo cada semana con los jóvenes parto de un principio fáctico: cada joven posee una forma propia de pensar y sentir el mundo. Desde hace 6 años que empecé a trabajar con los jóvenes en reclusión he tenido oportunidad de convivir con muchos jóvenes que aunque han cometido una forma de delito similar y, en algunos casos comparten escenarios y contextos familiares y sociales, cada uno construye mecanismos distintos de expresión y representación sobre sí mismo, sobre su contexto y sobre sus formas de interacción social.


Sin embargo, se trata de un principio de diferenciación subjetiva que queda desdibujado por la lógica de la justicia penal que insiste en consolidar mecanismos de estigmatización que ven al joven como “un problema social” en lugar de como “un joven forzado a enfrentar problemáticas producto de violencias y conflictos estructurales”. No obstante, es evidente que ésta, la justicia penal, ha sido rebasada por una realidad que deja al descubierto la incapacidad y falta de atención del Estado sobre una población juvenil que adquiere la condición de población excedente en tanto que esta no es capaz, al no contar con condiciones reales ni posibles, de contribuir a un sistema que conceptualiza a sus jóvenes bajo una lógica universal de productividad (económica) y que, si lo hacen, suele ser bajo renuncia de su identidad, libertad y futuro. Tal como hemos escuchado en los muchos testimonios de jóvenes involucrados con la delincuencia organizada o con grupos delictivos que cada vez es más frecuente conocer dentro y fuera de la academia.


El sistema penal juvenil requiere un análisis y revisión críticas basados en este principio de diferenciación. Una revisión que contribuya a la construcción de un sistema de justicia, que aporte a la edificación y sostenimiento de formas y mecanismos justos y equilibrados de convivencia y de estructuras de poder que garanticen el acceso y ejercicio real de derechos para todos los miembros de nuestras comunidades. Una justicia que funja como mediadora, conciliadora y generadora de formas no violentas, es decir, pacíficas, de interacción, integración y organización social y, sobre todo, comunitaria. En donde la ausencia de derechos durante el transcurrir de la infancia y la adolescencia, así como las dinámicas violentas familiares y sociales que acompañan esta realidad, no sea la principal causa de la comisión de delitos entre adolescentes y jóvenes. Este proceso es responsabilidad de toda la sociedad y de las comunidades que la integran, una sociedad que tiene capacidad de actuar desde diferentes espacios, plataformas, tecnologías e investiduras pero que se ve atravesada por estigmas permeados de valores dados por el clasismo y el racismo, principalmente. La búsqueda de nuevas formas de convivencia e interacción social en el marco de una justicia no punitiva y no estigmatizante es realmente urgente en este país no sólo porque compartimos espacios y recursos, también porque las consecuencias negativas de que no sea así las vivimos y las padecemos todos.




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