Cada sábado, desde hace varios meses, me levanto temprano, me baño y pienso detenidamente en la ropa que voy a usar ese día. Los colores oscuros y los grises están prohibidos, las faldas es mejor evitarlas para no tener conflicto al ingresar al Centro—aunque lo cierto es que desde hace años el exceso de acoso callejero me hizo perder el gusto por vestir otra cosa que no sea pantalón y playeras o sudaderas holgadas—. Apenas me da tiempo de tomarme un café y me dirijo, siempre pensativa, al Centro de atención especializada para adolescentes.
Para este taller, se han unido dos personas más. Dos personas generosas, Elena y Agustín, con las que he unido energía y convicción para poner en marcha este trabajo con los adolescentes recluidos. Ingresamos al Centro, cruzamos el bunker, nos identificamos con los custodios, siempre les saludo de manera entusiasta y con una leve pero amable sonrisa con la que intento suavizar la hostilidad y la desconfianza que les genera cualquier persona ajena a la organización. Cruzamos el pasillo para llegar a la aduana en donde la hostilidad no cesa, el protocolo de ingreso es lento y minucioso, a pesar de que nos conocen después de un número importante de visitas, el trato siempre es impersonal y distante. Las y los custodios hacen su trabajo, y no mostrar ningún gesto cálido o humano hacia los visitantes es parte de su trabajo.
Nunca estamos seguros con cuántos jóvenes trabajaremos, incluso nunca estamos seguros de que alguno de ellos se presente al taller. Por tercera vez, nos registramos, un filtro más para ingresar finalmente al patio y al área de trabajo. Cruzamos un patio con una cancha de básquetbol, siempre hay ropa tendida al sol, los sábados son días de aseo en el Centro, así que es el día que los jóvenes lavan su ropa personal y de cama. Entramos al aula de trabajo, nos esperan unas enormes bancas de concreto frías y fijas al suelo. En los Centros de reclusión todo está fijo a la tierra, los movimientos de la gente son siempre pausados, un movimiento rápido siempre es una señal de alerta, las miradas son siempre escudriñadoras.
Mientras espero a que bajen, me gusta observar el patio a través de la ventana resistente a golpes y al fuego. He imaginado muchas veces cómo será estar en ese lugar de noche, de madrugada. Los jóvenes siempre hablan de lo complicado que es dormir en ese sitio. Están los que sufren insomnio por pensar constantemente en su delito, en las cuentas que dejaron pendientes afuera, en sus hijos e hijas pequeños, en sus madres enfermas, en sus parejas que los visitarán al día siguiente, en un futuro que tiene forma de pesadilla. En ese contexto, nosotros hacemos todo lo posible por que cada sábado alguno de ellos se sienta interesado y motivado en bajar a trabajar con nosotros. Por fortuna, siempre hay alguien que quiere conversar con nosotros tanto como nosotros con ellos.
Y, entonces, empieza la sesión, cada joven con su tono de voz y estilo de habla, con su forma de mirar el mundo y la vida, hay que saber leer sus gestos y posturas corporales para que la conversación no se convierta nunca en una amenaza para ellos. No hay que forzar ni exigir, hay que dialogar, construir un momento especial entre todos. Ninguna historia se parece a otra y aunque hay eventos parecidos en sus historias de vida, el sufrimiento nunca es el mismo, nada es igual. Nunca faltan las risas, los relatos graciosos o las reacciones chuscas e ingenuas, pero, entre todo eso, siempre llegamos al mismo lugar: una infancia difícil, marginal, violenta, sin cuidados ni respeto, solitaria y dolorosa, pero, sobre todo, una infancia que estorbaba para sobrevivir y sobreponerse a la cotidianidad familiar. Había prisa por crecer.
Es a partir de conocer y vivir de cerca estas experiencias que, desde hace tiempo, dejé de pensar que la violencia es un fenómeno de la calle, que no se trata de un monstruo suelto al que hay que domar o combatir, que la violencia no es un ente que vive fuera de mí o de nosotros. La violencia está encarnada en nuestros cuerpos, se ha adherido a nuestras células, a nuestras mentes, a nuestros pensamientos, a nuestras emociones más inmediatas, a nuestra forma de pensar o no pensar el futuro. Llevamos la violencia en el cuerpo, así también llevamos el miedo y el dolor por todo lo que hemos perdido como sociedad. Queremos a los culpables de esas pérdidas en la cárcel y estamos convencidos de que la culpa de que nuestra sociedad esté como esté es de ese joven que se unió al crimen organizado, de ese que decidió ser sicario o narcomenudista, de ese que decidió ser un ladrón o de aquel que decidió dejar la escuela para dedicarse a consumir drogas.
Decidimos hacer responsables de nuestra vida a jóvenes que tienen prisa de crecer, de ser adultos, de lanzarse a la vida pública, de hallar espacios que los acojan con todos sus deseos y carencias. No obstante, lo que encuentran al dejar la casa de la que huyen es una sociedad profundamente hostil, cruel y discriminatoria. Lo cierto es que estos jóvenes hace mucho tiempo que aprendieron que no tienen nada que perder porque el país y la sociedad no les ofrece nada que ganar.